Ilustración: Yulia Sidneva
Se abren las puertas, suena el pitido del vagón y empieza el juego de las hormigas. A ver quién es la que tiene más prisa, la que camina más rápido, la que va más cargada y la primera que llega a las escaleras. Todas saben cuál es su sitio, dónde tienen que pararse y las normas para no alterar el orden de esa cadena.
Una vez ahí, las reglas dicen que, si tienes prisa, avanzas unas casillas por los peldaños de la izquierda y si no, puedes esperar tu turno a la derecha. Visto desde arriba, parece un hormiguero descontrolado en el que hormigas trabajadoras y holgazanas se alinean a la perfección cada vez que una de ellas entra en el subsuelo, como si se tratase de una coreografía de salsa en la que, si no sigues el ritmo de la música, te pierdes, y si te pierdes, corres el riesgo de colapsar un punto en concreto de ese perfecto desorden; lo que haría que tuvieras que abandonar tu turno para jugar y eso retrasaría tu llegada a la meta.
Quizá esa sensación de percibir a los pasajeros como seres pequeños pueda estar relacionada con que tengo que graduarme de nuevo la vista, aunque mi oftalmólogo de confianza insista en que no puedo pretender ver al 100 %. Suelo sonreír y resoplar al ver a todos como si fueran hormigas que entran y salen a cámara rápida de ese terrón de azúcar que entendemos como tren.
Este es un pensamiento que me viene a la cabeza cada vez que hago el trasbordo en hora punta en la línea 10 del Metro de Madrid. Voy a tener que prestar más atención en el transporte público para ver qué otras cosas del directo pueden llegar a suceder…
En las líneas 1 y 5 no es complicado tampoco tener esa misma sensación.
Desde aquí un saludo de otro miope, que tiene asumido lo de no ver al 100 %.
P.D.: Admiro tu concisión.