La magdalena de Proust que da nombre a este texto no es una nueva pastelería que tienes que probar en las Salesas, se trata de un fenómeno humano que tiene que ver directamente con la memoria y que se produce cuando nuestro cerebro asocia un estímulo sensorial (olor, sonido, sabor...) con un recuerdo del pasado, de forma automática e involuntaria.
"El Gobierno declara el estado de alarma durante 15 días". Con este titular amanecíamos hace tres años. Era la primera página de un nuevo episodio de nuestras vidas que se iba prorrogando de 15 en 15. Sé que ya ha llovido desde entonces, pero mi cabeza no puede evitar recordar los días previos, el durante y el después de este capítulo con olores, sonidos y sabores que vienen a mí como flashes.
Hubo un momento en el que nuestro calendario estuvo marcado por la comparecencia en televisión de nuestro apuesto presidente del gobierno, que nos hacía permanecer frente a la pantalla con ilusión y esperanza hasta que pronunciaba esas temidas palabras y ya todos los planes que teníamos en la cabeza a corto plazo —en el hipotético caso de que nos dejaran abierta la jaula— se convertirían en planes a un plazo que estaba en las manos de otros.
Cada uno comenzó a medir el tiempo a su manera. Yo lo hacía gracias a unas vitaminas que me tomaba y que compré justo antes de encerrarnos. En cada caja venían 30 unidades, que me ayudaban a llevar la cuenta de los días de la marmota que estaba viviendo. Más adelante, las vitaminas se terminaron y coincidió con que la unidad de medida para todos se generalizó y consistió en las famosas: "fases de desescalada".
3 años después parece que se me ha olvidado que he estado en pleno parque sacando a mi perro con mascarilla. Vuelvo a alejarme cuando veo a alguien que lleva una por la calle o en el transporte público. Miro por el cristal del autobús y me cuesta creer cómo esta ciudad, que nunca para quieta, un día tuvo que hacerlo. Los únicos coches que se movían eran los del Scalextric del salón de tu casa y los únicos paseos eran —si no tenías un trabajo presencial— a Mercadona, a bajar la basura o a sacar a tu perro si eras de los afortunados que tenía uno.
Íbamos con guantes de látex y sin mascarilla. Todo muy lógico. Al volver de la calle, nos quitábamos la ropa, la metíamos en la lavadora, nos duchábamos y nos vestíamos con nuestras mejores galas porque nos esperaba una videollamada con amigos.
Aún recuerdo el tener en la cocina un barreño de agua con Fairy para que, en cuanto la compra entrase por la puerta de casa, pasara por ese particular túnel de desinfectado. Jamás pensé que lavaría un paquete de fideos, pero la vida a veces te sorprende rompiendo tu rutina de esta manera. Cosas del directo.
A las ocho de la tarde teníamos una cita en los balcones y ventanas para aplaudir a los sanitarios que se estaban dejando la piel en cuidar a todos los enfermos. Los aplausos llevaron a las caceroladas y las caceroladas a olvidarnos por completo de esta cita diaria.
Por las noches, la gran mayoría de nosotros le abríamos la puerta al insomnio, que al igual que el virus, vino para quedarse durante unos cuantos meses. En esas horas de contar cientos de ovejas, mi mente hacía un recorrido mental por mis rincones favoritos de Galicia y por las calles de Madrid. Como tengo el callejero en la cabeza, no me fue muy difícil cambiar de ruta hasta que me quedaba dormida.
Después de todos esos meses de incertidumbre, parloteo mental, proyectos paralizados y nudos en la garganta, yo me pregunto: ¿Qué habrá sido de todas esas personas que estaban en casa haciendo magdalenas? ¿Dónde quedaron las promesas para hacer un mundo mejor? Pura fachada, como las fachadas de esos balcones que vieron nuestra hipocresía a la misma hora durante varios meses sin interrupciones.
Yo no he dejado de salir a aplaudir ni un día. No, espera, yo salgo al balcón a tomar cerveza, nada, nada, perdona, continúa.
Qué manera de estrenar este rincón.
Por más cosas del directo y menos hipocresía en los balcones.